Según los
estereotipos en vigor con respecto a las culturas africanas injertadas en
América,a los bantú se les considera «atrasados», en tanto portadores de una
religión y una cultura menos compleja en comparación con el aporte sudanés
—principalmente yoruba. Sin embargo, el estudio de las diversas culturas bantú
revela un pensamiento sumamente estructurado y de considerable complejidad. En
este artículo nos proponemos apenas asomarnos a un aspecto poco tratado de ese
pensamiento oriundo de África e injertado, en mayor o menor medida, en tierras
americanas —el del código de colores bantú.
Cuando en el
siglo XV los bakongo vieron a los primeros blancos, se comportaron con
naturalidad y familiaridad asombrosas. En efecto, los bakongo creían presenciar
el regreso de sus antepasados del mundo de los muertos. Esta idea pudo
enraizarse por la palidez de los recién llegados, su arribo por mar y la
blancura de sus velas. Una tradición angolana cuenta que, cuando los
portugueses llegaron por primera vez a Luanda, se les tomó por «muertos vivos», vumbi, «espíritus que regresan». Por el mar —en la
mitología bakonga— pasa el sol al alejarse de la tierra para ir, cada noche, a
iluminarMpemba, el mundo de los muertos; en el mar, el sol come cangrejos y se
convierte él mismo en cangrejo, «la piragua que transporta las almas a Mpemba».
Los bakongo llamaron inicialmente a los portugueses mundele («alma del otro mundo» o «fantasma»)
debido a las velas blancas de las carabelas, que interpretaron como estandartes
de los muertos.1
Es bien conocida la especial
capacidad de los africanos para percibir sonidos e imágenes, la cual se educa y
especializa desde la infancia, en el medio tradicional. En muchas partes de
África subsahariana el tambor provee una comunicación próxima al lenguaje
hablado.2 Algo comparable ocurre con los colores: los de la vestimenta, la
decoración o los utensilios son considerados mensajes humanos deliberados, del
mismo modo que los que aparecen en la naturaleza son tenidos por mensajes del
mundo sobrenatural. Según Théophile Obenga: «Cada color es un “aparato
mecánico” capaz de revelar la dimensión metafísica del mundo de los vivos. Los
colores son una energía en el África negra profunda. Su vocación es operar la
metamorfosis de lo invisible en visible».3
Fu-Kiau, por su parte, arguye que
los bakongo atribuían suma utilidad a los colores, a los que respetaban como
«símbolos de la vida», y con cuyo uso «expresaban muchas ideas» de manera
concentrada, como los proverbios. Los practicantes de cultos de origen africano
en Cuba conservan el criterio de que los colores en sí mismos poseen ciertas
virtudes: una informante, Madre Nkisa, de 35 años de iniciada, nos expresó
ideas convergentes sobre la energía inherente a los colores. En el Palo Monte
cubano, Stéfano Ventura colectó firmas que, según explica «llevan colores en
los distintos trazados y constituyen preciosos jeroglíficos que se leen
ideográficamente».4
Como sus antepasados consideraban
que los colores eran «símbolos de vida» e interpretaban muchas ideas a partir
del uso de un tinte determinado, los bakongo se decoraban, y coloreaban todo lo
que los rodeaba. Los yoruba, por su parte, legaron a la Santería cubana un
código proveniente de la Nigeria actual, donde cada deidad se asocia a un color
determinado: el rojo, con Shangó; el blanco, con Obatalá; el amarillo, con
Ochún; y el azul, con Yemayá. Pero aunque ese código sea válido para los
herederos del legado cultural yoruba, no es así para el universo bantú de
África y América —con la salvedad de que, en los casos de las Reglas Briyumba y
Kimbisa pueden coexistir dos códigos de colores: el bantú, que marca el origen
congo de esas dos corrientes, y el yoruba, resultado de cierto grado de
sincretización con las deidades yoruba. De ese modo, Siete Rayos se sincretiza
con Shangó, por lo tanto le corresponde el rojo; Madre de Agua, con Yemayá y el
azul; Mama Chola, con Oshún y el amarillo, y Tiemblatierra con Obatalá y el
blanco.
La tríada
negro-blanco-rojo
En el África bantú predomina el
sistema triádico negro-blanco-rojo. Pero ese sistema antecede a las migraciones
bantú que se extendieron por la mitad sur del continente. Esto quedó
documentado en las grutas que, miles de años antes, habían sido decoradas por
los cazadores-recolectores antepasados de los actuales san,5 etnia casi
desaparecida.
Aun cuando esos pintores
rupestres prebantú consiguieran extraer de los distintos óxidos de hierro casi
todos los colores del arco iris, los esenciales eran, en efecto, el negro, el
rojo y el blanco —los dos primeros extraídos de los óxidos de hierro; y el
último, del caolín del barro o del cuarzo, y por ello duraba menos que los
demás. Este sistema triádico parece partir del modo en que los san clasificaban
a los animales sobre la base del «color» (arbitrario) de su carne. Para los
san, el tipo de carne más apetecible y potente era la clasificada como «roja»
(atribuida a una variedad de gacelas), mientras que la carne «negra» se
consideraba menos comestible (aunque incluyese a animales de excelente sabor
como el ñu y el jabalí) y menos potente; y la carne clasificada como «blanca»
era juzgada «incomible y repulsiva», porque incluía, sobre todo, a los
carnívoros. Creían que el elefante era muy potente, por poseer la combinación
de las tres carnes —la tríada negra-blanca-roja completa y perfecta— y esto
puede explicar la altísima frecuencia de su representación en el arte rupestre
san. Pensaban también —como ocurre en la mayoría de las culturas tradicionales
africanas— que los colorantes estaban dotados de energía; eran potentes y, por
consiguiente, las pinturas, más que imágenes de potencia, eran, en sí mismas,
potentes.6
Los bantú, que sometieron,
absorbieron o desplazaron a los san, reverenciaron su arte rupestre y le
atribuyeron facultades sobrenaturales: hoy en día, es frecuente que los n’angas
(médicos tradicionales de Zimbabwe) raspen la pintura de las representaciones
de animales especialmente potentes (por supuesto, pintados en color rojo) para
incluir el raspado en sus remedios. Pero para esos sacerdotes, como para los
integrantes de las culturas bantú que desplazaron a los san, el código de
colores se fue especializando todavía más.
La vida de los bakongo giraba en
torno a esos tres colores —negro, blanco y rojo— que se tenían por base de su saber
y se utilizaban en la adivinación, en la ordalía (prueba con veneno a la que se
sometía a una persona sospechosa de practicar la brujería), para asegurarse un
cónyuge, etc.; en todos los casos se recurría a tiradas ceremoniales con los
tres colores, y de ellos se suponía que surgieran las explicaciones.
El sistema triádico tiene una
amplísima difusión en la zona bantú, aunque no es fácil descifrar su
significado exacto, y quienes han estudiado, por ejemplo, la coloración
constante en rojo, negro y blanco de las máscaras kidumu de los teke tsaayi
concluyen que probablemente no exista un código de colores «eterno».7 Pero
veamos más en detalle la asociación de cada uno de esos tres colores para
entender mejor el código bakongo.
Ndombe o kala
(negro)
Kala es una voz que persiste en
Cuba, pero más bien en su acepción de «ser» —es decir, «existir en tanto que
vivo». No obstante, ¿qué evocan estos colores en el universo bantú? Ya sabemos
que en la cromatología occidental, el color negro se relaciona con la muerte y
el luto. Para el bantú, el color negro se identifica con la vida y el mundo
natural, pero al propio tiempo, es el color del sufrimiento, el misterio, la
fuerza y la magia; puede también identificarse con todo lo malo y temible, con
las tinieblas, o ser signo de la muerte, en tanto complicación y, de ahí,
poder, secreto, misticismo, lo desconocido, la ignorancia. En este sentido (y
solo en ese), podía asociarse con Mpemba, la tierra de los muertos. Así, era de
mal augurio soñar con algo de color negro, ver pasar cerca un ave negra, o que
un niño pequeño se pusiera a comer carbón. Precisamente, la materia con que se
expresa el negro es el carbón: al morir un familiar, el doliente se aplicaba
carbón en el rostro para expresar tristeza. Para impedir que las vestimentas de
un cadáver enterrado fuesen robadas, se pintaba de negro el lienzo del ataúd.
Pintar de negro alrededor de los ojos limitaba la visión, por ello, al morir un
hechicero temible, se le ponía carbón en los ojos, para evitar que su espíritu encontrase
el camino de regreso.8
Mpemba, mpembe o
luvemba (blanco)
Los practicantes de cultos de
origen bantú en Cuba llaman mpemba o mpembe al blanco. Ya vimos que, para el
bantú, ese color se relaciona con el mundo sobrenatural, los muertos, los
antepasados, y también con la armonía, la paz. En particular, representa el
orden moral entero, así como los frutos de la virtud, la salud, la fuerza, la
fertilidad, el respeto por sus semejantes y la bendición de sus antepasados.
Es, además, augurio de felicidad, luz, salvación, victoria y facilidad; pero,
al propio tiempo, se le identifica como el color de la muerte —real o
simbólica—, y por eso se recurre tanto a él en las iniciaciones, para
representar la muerte ritual. Ventura observaba que «el color blanco significa,
entre los congos [cubanos], la muerte».
El yeso representa el color
blanco, y este es, en primera instancia y por excelencia, el color masculino.
También se le asocia con el diablo, quizás por influencia de los misioneros
cristianos, que creían «diabólico» el yeso porque siempre debía formar parte de
la cesta de los antepasados (algo comparable, si bien no idéntico, con el
«caldero» en Cuba). Otros indican que para los bakongo el blanco no es solo
símbolo del mal, sino también de salvación del mal. Era, además, de uso
frecuente en los juicios, la adivinación, el presagio, las iniciaciones, la
instalación de los jefes y los casos de muerte. Por ejemplo, en determinadas
fases de la iniciación (en las escuelas de Lemba, Kinkimba, Kimpasi y Bwela),
los aspirantes se pintaban con yeso blanco alrededor de los ojos, como
mecanismo para aumentar su clarividencia. También al final de un juicio se
aplicaba yeso blanco al que se le hubiese dado la razón o declarado inocente en
el pleito. De modo similar, los miembros del clan de un difunto, tras aplicarse
carbón (negro) en señal de luto, tenían que permitir al viudo o la viuda (que
fue fiel al cónyuge hasta la muerte), aplicarles yeso (blanco), como signo de
amor y victoria por haber conducido al cónyuge a su última morada y por ello
ser merecedores de llevar yeso (luvemba) en un pañuelo blanco en torno a la
cabeza (hoy no se pone luvemba, sino solo el pañuelo blanco). De manera
general, quien fuese pintado de blanco por un anciano o por un jefe de clan
podía hacerse reconocer públicamente como «exento de la cólera de los
antepasados»; recibir mpemba o ser frotado con mpemba significaba ser
purificado ante los ancestros.
Existe la hipótesis de que la
asociación entre el yeso blanco y los antepasados se debe a que aquel emana de
la arcilla blanca, y esta se extrae de los ríos, lugares liminares que en la
mitología bakonga están poblados por espíritus. Ventura observa que, en Cuba,
los practicantes de Mayombe «preparaban el yeso con arcilla traída de las
lomas», y no utilizaban cascarilla (según Bush, artículo importado de
Inglaterra a la vuelta del siglo XIX y usado sobre todo para «blanquear» los
rostros), que sí se utiliza en la Regla Kimbisa por su herencia dual
bantú-lucumí.9
Por otro lado, como los bakongo
pensaban que los muertos se volvían blancos, creían que su héroe fundador —en
su condición de antepasado glorioso— era de ese color, y trataban a los albinos
(mfumu zi ndundu) con gran respeto, por considerar que eran la encarnación de
los espíritus de los grandes antepasados. Muchos objetos blancos (especialmente
alimentos o bebidas de ese color, como el vino de palma, lo único que los
curanderos lele permiten ingerir al paciente en ciertas enfermedades) cobran
una función similar, de proximidad o asociación con los antepasados. Las
funciones pacificadoras, de restablecimiento de la armonía y la salud,
características del yeso blanco, son de muy amplio reconocimiento entre los
bantú. Por ejemplo, los lele, al asociar el blanco con los espíritus de los
antepasados y utilizar el yeso para bendecir, asegurar la fertilidad y cumplir
los ritos funerarios, consideran que, en sus curaciones, es fundamental la
presencia de la arcilla blanca en manos del curandero como símbolo religioso
curativo. También entre los kuba de la República Democrática del Congo, la
arcilla blanca es considerada «el epítome de la sacralidad y la religión».10
Pero hay casos curiosos, como el
de la rebelión de los bapende (1931) en el Congo Belga, relacionada con la
secta de los tupelepele, cuyo iniciador, Matemu-a-Kelenge, decía que los
antepasados le habían encargado revelar que «había que echar a todos los
blancos», y matar a todo lo de color blanco (ganado, aves, etc.) en la tierra;
o sea, todo lo relacionado con el mundo de los antepasados. Pero también había
que deshacerse de carnés de identidad, recibos de impuestos y fichas de
trabajo, es decir, «todo lo que simbolizaba la autoridad [blanca] colonial»,
para empezar desde cero, y entonces «los antepasados volverían para liberar a
las poblaciones de la dominación colonial» definitivamente.11
Tukula o mbwaki
(rojo)
La voz mbwaki (rojo) persiste en
Cuba, pero de tukula queda yukula (caoba). Desde la óptica de la cromatología
occidental, el punto medio entre los opuestos negro y blanco sería el gris;
pero para el bantú, ese espacio intermedio está muy claramente cubierto por el
rojo, que puede considerarse color de vida, poder soberano, guerra, potencia,
autoridad, belleza y voluptuosidad, y también significar estupor, cólera,
fuego, sangre, sacralidad (la temible), o resaltar dinamismo (heroísmo) y
vigilancia; así como, alternativamente, pudor y madurez. Pero el rojo era
igualmente «mediación» o «predicción» (duda o complicidad), y por eso
representaba una especie de línea divisoria entre los vivos (negro) y los
muertos (blanco). Era el color por excelencia de los «mediadores» entre esos
dos mundos, es decir, tanto el de los animales (hienas, perros, lechuzas,
etc.), cuya presencia o sonido se equipara con un «presagio» como el mundo de
los adivinos: se decía que todo «conocedor de acontecimientos futuros» debía
«representar el rojo».12
Por ello, para los bakongo y para
muchas culturas bantú, ese color tenía que ver, además, con el terreno liminar,
ambivalente, impreciso, indeterminado, ambiguo, desordenado, caótico, ubicado
entre lo que se representa como ordenado, equilibrado y concreto, ya sea, por
un lado, con el color blanco, o por el otro, con el negro. La explicación de
esta caracterización del rojo podría radicar (de manera similar a la asociación
que se hace del blanco con los antepasados porque el yeso se recoge del barro
de los ríos) en el hecho de que el vertimiento de sangre (roja) marca el
tránsito del mundo de los vivos al de los muertos. O también porque en las
creencias de los bakongo, el sol cambia entre el mundo de los vivos y el de los
muertos, y, como se sabe, tanto el amanecer como el ocaso pintan de rojo el
cielo en esa franja fronteriza entre noche y día.
Anita Jacobson-Widding considera
que, en la mente de muchos africanos, el rojo podría asociarse con un cristal,
un espejo o una superficie de agua; porque la función de «tránsito» de un mundo
al otro, a través de la corriente de agua o del cristal se ejemplifica en el
espejo que cubre la mpaka, en el que se «ve» más allá. El más sobresaliente
estudioso de las pinturas rupestres prebantú de África meridional, el
sudafricano David Lewis-Williams, conceptualizó lo que calificó como «delgada
línea roja», es decir, una zona que marcaba la separación de los mundos natural
y sobrenatural en la mente de los san y, por consiguiente, se ubicaba en un
punto tal de tensión, que la dotaba de una extraordinaria potencia. Para los
pintores rupestres san la superficie de roca en que pintaban era como una
lámina de agua, un espejo, o un velo (de hecho, Lewis-Williams tituló «A través
del velo» un artículo sobre arte rupestre san), susceptible de ser descorrido o
franqueado para facilitar la comunicación entre los mundos. El zimbabwe Peter
Garlake, por su parte, afirma que la roca donde se pintaban las imágenes era
apenas «un velo que separaba al artista- shamán del mundo de los espíritus», el
cual «se hacía transparente por medio del trance», y por eso «las pinturas eran
una revelación directa del mundo de los espíritus detrás de la superficie de la
roca». Lewis-Williams precisa que por ser la roca con imágenes una especie de
«velo suspendido entre este mundo y el mundo de los espíritus», entonces
«cualquier cosa que se pintase encima de ella se convertía en una declaración
sobre el mundo yacente tras la roca, o en su complemento o extracción».13
Pero en la mentalidad bantú (a
diferencia de la prebantú), el ser humano debía abstenerse de aproximarse a
sitios dotados de gran «potencia», como serían el borde del bosque o la orilla
del río (lugares «de tránsito» o «de contigüidad», cargados por ello de tensión
y, consecuentemente, de potencia), al igual que, de manera más abstracta, los
representaba también el color rojo. En ciertas partes del sur de África, la
iniciación como curandero requiere que el iniciado se pinte de rojo el rostro y
el pelo. La escuela de iniciación bakonga de los kimpasi tenía como «madre» o
patrona a un nkisi (espíritu) femenino de horrible estampa, llamado Ngwa Ndundu
(«madre de albinos»), cuya función era «parir» a los iniciados en el culto
kimpasi después de su muerte ritual. Además de los albinos, Ngwa Ndundu se
relacionaba con hijos muertos, enanos y mellizos (hembras). Su memoria parece
haber pervivido en Haití, en una nkita (nkisi en lengua kikongo) del culto
Petró del vodú llamada Marimette, igualmente horrible, madre de albinos y
marassa (mellizos). El símbolo de Marimette es el fuego, y su color —al igual
que el de Ngwa Ndundu—, el rojo: ambas se cubren la cabeza con un pañuelo
rojo.14 En este caso, la asociación con el color debe tener que ver con su
función de tránsito entre los mundos y su vinculación con los albinos y otros
seres dotados de cualidades duales representativas de ambos reinos…
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