domingo, 3 de febrero de 2013

Mitología Bantú

La energía de los colores en el universo Bantú


Según los estereotipos en vigor con respecto a las culturas africanas injertadas en América,a los bantú se les considera «atrasados», en tanto portadores de una religión y una cultura menos compleja en comparación con el aporte sudanés —principalmente yoruba. Sin embargo, el estudio de las diversas culturas bantú revela un pensamiento sumamente estructurado y de considerable complejidad. En este artículo nos proponemos apenas asomarnos a un aspecto poco tratado de ese pensamiento oriundo de África e injertado, en mayor o menor medida, en tierras americanas —el del código de colores bantú.
Cuando en el siglo XV los bakongo vieron a los primeros blancos, se comportaron con naturalidad y familiaridad asombrosas. En efecto, los bakongo creían presenciar el regreso de sus antepasados del mundo de los muertos. Esta idea pudo enraizarse por la palidez de los recién llegados, su arribo por mar y la blancura de sus velas. Una tradición angolana cuenta que, cuando los portugueses llegaron por primera vez a Luanda, se les tomó por «muertos vivos», vumbi, «espíritus que regresan». Por el mar —en la mitología bakonga— pasa el sol al alejarse de la tierra para ir, cada noche, a iluminarMpemba, el mundo de los muertos; en el mar, el sol come cangrejos y se convierte él mismo en cangrejo, «la piragua que transporta las almas a Mpemba». Los bakongo llamaron inicialmente a los portugueses mundele («alma del otro mundo» o «fantasma») debido a las velas blancas de las carabelas, que interpretaron como estandartes de los muertos.1
Es bien conocida la especial capacidad de los africanos para percibir sonidos e imágenes, la cual se educa y especializa desde la infancia, en el medio tradicional. En muchas partes de África subsahariana el tambor provee una comunicación próxima al lenguaje hablado.2 Algo comparable ocurre con los colores: los de la vestimenta, la decoración o los utensilios son considerados mensajes humanos deliberados, del mismo modo que los que aparecen en la naturaleza son tenidos por mensajes del mundo sobrenatural. Según Théophile Obenga: «Cada color es un “aparato mecánico” capaz de revelar la dimensión metafísica del mundo de los vivos. Los colores son una energía en el África negra profunda. Su vocación es operar la metamorfosis de lo invisible en visible».3
Fu-Kiau, por su parte, arguye que los bakongo atribuían suma utilidad a los colores, a los que respetaban como «símbolos de la vida», y con cuyo uso «expresaban muchas ideas» de manera concentrada, como los proverbios. Los practicantes de cultos de origen africano en Cuba conservan el criterio de que los colores en sí mismos poseen ciertas virtudes: una informante, Madre Nkisa, de 35 años de iniciada, nos expresó ideas convergentes sobre la energía inherente a los colores. En el Palo Monte cubano, Stéfano Ventura colectó firmas que, según explica «llevan colores en los distintos trazados y constituyen preciosos jeroglíficos que se leen ideográficamente».4
Como sus antepasados consideraban que los colores eran «símbolos de vida» e interpretaban muchas ideas a partir del uso de un tinte determinado, los bakongo se decoraban, y coloreaban todo lo que los rodeaba. Los yoruba, por su parte, legaron a la Santería cubana un código proveniente de la Nigeria actual, donde cada deidad se asocia a un color determinado: el rojo, con Shangó; el blanco, con Obatalá; el amarillo, con Ochún; y el azul, con Yemayá. Pero aunque ese código sea válido para los herederos del legado cultural yoruba, no es así para el universo bantú de África y América —con la salvedad de que, en los casos de las Reglas Briyumba y Kimbisa pueden coexistir dos códigos de colores: el bantú, que marca el origen congo de esas dos corrientes, y el yoruba, resultado de cierto grado de sincretización con las deidades yoruba. De ese modo, Siete Rayos se sincretiza con Shangó, por lo tanto le corresponde el rojo; Madre de Agua, con Yemayá y el azul; Mama Chola, con Oshún y el amarillo, y Tiemblatierra con Obatalá y el blanco.
La tríada negro-blanco-rojo
En el África bantú predomina el sistema triádico negro-blanco-rojo. Pero ese sistema antecede a las migraciones bantú que se extendieron por la mitad sur del continente. Esto quedó documentado en las grutas que, miles de años antes, habían sido decoradas por los cazadores-recolectores antepasados de los actuales san,5 etnia casi desaparecida.
Aun cuando esos pintores rupestres prebantú consiguieran extraer de los distintos óxidos de hierro casi todos los colores del arco iris, los esenciales eran, en efecto, el negro, el rojo y el blanco —los dos primeros extraídos de los óxidos de hierro; y el último, del caolín del barro o del cuarzo, y por ello duraba menos que los demás. Este sistema triádico parece partir del modo en que los san clasificaban a los animales sobre la base del «color» (arbitrario) de su carne. Para los san, el tipo de carne más apetecible y potente era la clasificada como «roja» (atribuida a una variedad de gacelas), mientras que la carne «negra» se consideraba menos comestible (aunque incluyese a animales de excelente sabor como el ñu y el jabalí) y menos potente; y la carne clasificada como «blanca» era juzgada «incomible y repulsiva», porque incluía, sobre todo, a los carnívoros. Creían que el elefante era muy potente, por poseer la combinación de las tres carnes —la tríada negra-blanca-roja completa y perfecta— y esto puede explicar la altísima frecuencia de su representación en el arte rupestre san. Pensaban también —como ocurre en la mayoría de las culturas tradicionales africanas— que los colorantes estaban dotados de energía; eran potentes y, por consiguiente, las pinturas, más que imágenes de potencia, eran, en sí mismas, potentes.6
Los bantú, que sometieron, absorbieron o desplazaron a los san, reverenciaron su arte rupestre y le atribuyeron facultades sobrenaturales: hoy en día, es frecuente que los n’angas (médicos tradicionales de Zimbabwe) raspen la pintura de las representaciones de animales especialmente potentes (por supuesto, pintados en color rojo) para incluir el raspado en sus remedios. Pero para esos sacerdotes, como para los integrantes de las culturas bantú que desplazaron a los san, el código de colores se fue especializando todavía más.
La vida de los bakongo giraba en torno a esos tres colores —negro, blanco y rojo— que se tenían por base de su saber y se utilizaban en la adivinación, en la ordalía (prueba con veneno a la que se sometía a una persona sospechosa de practicar la brujería), para asegurarse un cónyuge, etc.; en todos los casos se recurría a tiradas ceremoniales con los tres colores, y de ellos se suponía que surgieran las explicaciones.
El sistema triádico tiene una amplísima difusión en la zona bantú, aunque no es fácil descifrar su significado exacto, y quienes han estudiado, por ejemplo, la coloración constante en rojo, negro y blanco de las máscaras kidumu de los teke tsaayi concluyen que probablemente no exista un código de colores «eterno».7 Pero veamos más en detalle la asociación de cada uno de esos tres colores para entender mejor el código bakongo.
Ndombe o kala (negro)
Kala es una voz que persiste en Cuba, pero más bien en su acepción de «ser» —es decir, «existir en tanto que vivo». No obstante, ¿qué evocan estos colores en el universo bantú? Ya sabemos que en la cromatología occidental, el color negro se relaciona con la muerte y el luto. Para el bantú, el color negro se identifica con la vida y el mundo natural, pero al propio tiempo, es el color del sufrimiento, el misterio, la fuerza y la magia; puede también identificarse con todo lo malo y temible, con las tinieblas, o ser signo de la muerte, en tanto complicación y, de ahí, poder, secreto, misticismo, lo desconocido, la ignorancia. En este sentido (y solo en ese), podía asociarse con Mpemba, la tierra de los muertos. Así, era de mal augurio soñar con algo de color negro, ver pasar cerca un ave negra, o que un niño pequeño se pusiera a comer carbón. Precisamente, la materia con que se expresa el negro es el carbón: al morir un familiar, el doliente se aplicaba carbón en el rostro para expresar tristeza. Para impedir que las vestimentas de un cadáver enterrado fuesen robadas, se pintaba de negro el lienzo del ataúd. Pintar de negro alrededor de los ojos limitaba la visión, por ello, al morir un hechicero temible, se le ponía carbón en los ojos, para evitar que su espíritu encontrase el camino de regreso.8
Mpemba, mpembe o luvemba (blanco)
Los practicantes de cultos de origen bantú en Cuba llaman mpemba o mpembe al blanco. Ya vimos que, para el bantú, ese color se relaciona con el mundo sobrenatural, los muertos, los antepasados, y también con la armonía, la paz. En particular, representa el orden moral entero, así como los frutos de la virtud, la salud, la fuerza, la fertilidad, el respeto por sus semejantes y la bendición de sus antepasados. Es, además, augurio de felicidad, luz, salvación, victoria y facilidad; pero, al propio tiempo, se le identifica como el color de la muerte —real o simbólica—, y por eso se recurre tanto a él en las iniciaciones, para representar la muerte ritual. Ventura observaba que «el color blanco significa, entre los congos [cubanos], la muerte».
El yeso representa el color blanco, y este es, en primera instancia y por excelencia, el color masculino. También se le asocia con el diablo, quizás por influencia de los misioneros cristianos, que creían «diabólico» el yeso porque siempre debía formar parte de la cesta de los antepasados (algo comparable, si bien no idéntico, con el «caldero» en Cuba). Otros indican que para los bakongo el blanco no es solo símbolo del mal, sino también de salvación del mal. Era, además, de uso frecuente en los juicios, la adivinación, el presagio, las iniciaciones, la instalación de los jefes y los casos de muerte. Por ejemplo, en determinadas fases de la iniciación (en las escuelas de Lemba, Kinkimba, Kimpasi y Bwela), los aspirantes se pintaban con yeso blanco alrededor de los ojos, como mecanismo para aumentar su clarividencia. También al final de un juicio se aplicaba yeso blanco al que se le hubiese dado la razón o declarado inocente en el pleito. De modo similar, los miembros del clan de un difunto, tras aplicarse carbón (negro) en señal de luto, tenían que permitir al viudo o la viuda (que fue fiel al cónyuge hasta la muerte), aplicarles yeso (blanco), como signo de amor y victoria por haber conducido al cónyuge a su última morada y por ello ser merecedores de llevar yeso (luvemba) en un pañuelo blanco en torno a la cabeza (hoy no se pone luvemba, sino solo el pañuelo blanco). De manera general, quien fuese pintado de blanco por un anciano o por un jefe de clan podía hacerse reconocer públicamente como «exento de la cólera de los antepasados»; recibir mpemba o ser frotado con mpemba significaba ser purificado ante los ancestros.
Existe la hipótesis de que la asociación entre el yeso blanco y los antepasados se debe a que aquel emana de la arcilla blanca, y esta se extrae de los ríos, lugares liminares que en la mitología bakonga están poblados por espíritus. Ventura observa que, en Cuba, los practicantes de Mayombe «preparaban el yeso con arcilla traída de las lomas», y no utilizaban cascarilla (según Bush, artículo importado de Inglaterra a la vuelta del siglo XIX y usado sobre todo para «blanquear» los rostros), que sí se utiliza en la Regla Kimbisa por su herencia dual bantú-lucumí.9
Por otro lado, como los bakongo pensaban que los muertos se volvían blancos, creían que su héroe fundador —en su condición de antepasado glorioso— era de ese color, y trataban a los albinos (mfumu zi ndundu) con gran respeto, por considerar que eran la encarnación de los espíritus de los grandes antepasados. Muchos objetos blancos (especialmente alimentos o bebidas de ese color, como el vino de palma, lo único que los curanderos lele permiten ingerir al paciente en ciertas enfermedades) cobran una función similar, de proximidad o asociación con los antepasados. Las funciones pacificadoras, de restablecimiento de la armonía y la salud, características del yeso blanco, son de muy amplio reconocimiento entre los bantú. Por ejemplo, los lele, al asociar el blanco con los espíritus de los antepasados y utilizar el yeso para bendecir, asegurar la fertilidad y cumplir los ritos funerarios, consideran que, en sus curaciones, es fundamental la presencia de la arcilla blanca en manos del curandero como símbolo religioso curativo. También entre los kuba de la República Democrática del Congo, la arcilla blanca es considerada «el epítome de la sacralidad y la religión».10
Pero hay casos curiosos, como el de la rebelión de los bapende (1931) en el Congo Belga, relacionada con la secta de los tupelepele, cuyo iniciador, Matemu-a-Kelenge, decía que los antepasados le habían encargado revelar que «había que echar a todos los blancos», y matar a todo lo de color blanco (ganado, aves, etc.) en la tierra; o sea, todo lo relacionado con el mundo de los antepasados. Pero también había que deshacerse de carnés de identidad, recibos de impuestos y fichas de trabajo, es decir, «todo lo que simbolizaba la autoridad [blanca] colonial», para empezar desde cero, y entonces «los antepasados volverían para liberar a las poblaciones de la dominación colonial» definitivamente.11
Tukula o mbwaki (rojo)
La voz mbwaki (rojo) persiste en Cuba, pero de tukula queda yukula (caoba). Desde la óptica de la cromatología occidental, el punto medio entre los opuestos negro y blanco sería el gris; pero para el bantú, ese espacio intermedio está muy claramente cubierto por el rojo, que puede considerarse color de vida, poder soberano, guerra, potencia, autoridad, belleza y voluptuosidad, y también significar estupor, cólera, fuego, sangre, sacralidad (la temible), o resaltar dinamismo (heroísmo) y vigilancia; así como, alternativamente, pudor y madurez. Pero el rojo era igualmente «mediación» o «predicción» (duda o complicidad), y por eso representaba una especie de línea divisoria entre los vivos (negro) y los muertos (blanco). Era el color por excelencia de los «mediadores» entre esos dos mundos, es decir, tanto el de los animales (hienas, perros, lechuzas, etc.), cuya presencia o sonido se equipara con un «presagio» como el mundo de los adivinos: se decía que todo «conocedor de acontecimientos futuros» debía «representar el rojo».12
Por ello, para los bakongo y para muchas culturas bantú, ese color tenía que ver, además, con el terreno liminar, ambivalente, impreciso, indeterminado, ambiguo, desordenado, caótico, ubicado entre lo que se representa como ordenado, equilibrado y concreto, ya sea, por un lado, con el color blanco, o por el otro, con el negro. La explicación de esta caracterización del rojo podría radicar (de manera similar a la asociación que se hace del blanco con los antepasados porque el yeso se recoge del barro de los ríos) en el hecho de que el vertimiento de sangre (roja) marca el tránsito del mundo de los vivos al de los muertos. O también porque en las creencias de los bakongo, el sol cambia entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y, como se sabe, tanto el amanecer como el ocaso pintan de rojo el cielo en esa franja fronteriza entre noche y día.
Anita Jacobson-Widding considera que, en la mente de muchos africanos, el rojo podría asociarse con un cristal, un espejo o una superficie de agua; porque la función de «tránsito» de un mundo al otro, a través de la corriente de agua o del cristal se ejemplifica en el espejo que cubre la mpaka, en el que se «ve» más allá. El más sobresaliente estudioso de las pinturas rupestres prebantú de África meridional, el sudafricano David Lewis-Williams, conceptualizó lo que calificó como «delgada línea roja», es decir, una zona que marcaba la separación de los mundos natural y sobrenatural en la mente de los san y, por consiguiente, se ubicaba en un punto tal de tensión, que la dotaba de una extraordinaria potencia. Para los pintores rupestres san la superficie de roca en que pintaban era como una lámina de agua, un espejo, o un velo (de hecho, Lewis-Williams tituló «A través del velo» un artículo sobre arte rupestre san), susceptible de ser descorrido o franqueado para facilitar la comunicación entre los mundos. El zimbabwe Peter Garlake, por su parte, afirma que la roca donde se pintaban las imágenes era apenas «un velo que separaba al artista- shamán del mundo de los espíritus», el cual «se hacía transparente por medio del trance», y por eso «las pinturas eran una revelación directa del mundo de los espíritus detrás de la superficie de la roca». Lewis-Williams precisa que por ser la roca con imágenes una especie de «velo suspendido entre este mundo y el mundo de los espíritus», entonces «cualquier cosa que se pintase encima de ella se convertía en una declaración sobre el mundo yacente tras la roca, o en su complemento o extracción».13
Pero en la mentalidad bantú (a diferencia de la prebantú), el ser humano debía abstenerse de aproximarse a sitios dotados de gran «potencia», como serían el borde del bosque o la orilla del río (lugares «de tránsito» o «de contigüidad», cargados por ello de tensión y, consecuentemente, de potencia), al igual que, de manera más abstracta, los representaba también el color rojo. En ciertas partes del sur de África, la iniciación como curandero requiere que el iniciado se pinte de rojo el rostro y el pelo. La escuela de iniciación bakonga de los kimpasi tenía como «madre» o patrona a un nkisi (espíritu) femenino de horrible estampa, llamado Ngwa Ndundu («madre de albinos»), cuya función era «parir» a los iniciados en el culto kimpasi después de su muerte ritual. Además de los albinos, Ngwa Ndundu se relacionaba con hijos muertos, enanos y mellizos (hembras). Su memoria parece haber pervivido en Haití, en una nkita (nkisi en lengua kikongo) del culto Petró del vodú llamada Marimette, igualmente horrible, madre de albinos y marassa (mellizos). El símbolo de Marimette es el fuego, y su color —al igual que el de Ngwa Ndundu—, el rojo: ambas se cubren la cabeza con un pañuelo rojo.14 En este caso, la asociación con el color debe tener que ver con su función de tránsito entre los mundos y su vinculación con los albinos y otros seres dotados de cualidades duales representativas de ambos reinos…









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